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sábado, 24 de enero de 2009

El sueño de Jesús



Me vi en la cima de una montaña, donde se alzaban tres cruces gigantes, muy altas. En ellas había personas crucificadas. Yo estaba confundido, el aire era espeso y fresco. Vestía con sotanas viejas e iba descalzo.
Quería hablar, gritar, pero no me salían las palabras, no conocía mi idioma.
La niebla invadía la cornisa, pero podía ver que esos hombres ya estaban muertos.
Dos de ellos no tenían ojos, en su lugar, tripas hacia afuera, agujeros negros, sangre fría.
El silencio era atroz, podía escuchar a los cuervos, comiendo los restos oculares que habían destrozado.
Me acerqué al moribundo del centro, era el que menos me atemorizaba y el único que aún conservaba sus ojos.
La cruz no era tan alta como me había parecido de lejos, de hecho, si me estiraba, podía tocar los pies clavados del agonizante. Lo toqué, y sentí que la parca me abrazaba con su guadaña.
Aparté mi mano rápidamente y jadeó! 
Su baba me cayó en la nariz.
Me asusté, me impresionó muchísimo.Y corriendo hacia atrás, me tropecé.
Caí sin quitarle la vista de encima al pobre desgraciado, al que solo lo cubría un trapo por la cadera. 
Mirándolo desde el suelo, algo me llamo la atención. Detrás de su cabeza, en el cielo nublado, dentro de todas las tinieblas en las que nos encontrábamos, un rayo de luz atravesaba las nubes, iluminando intensamente su corona de espinas.
Por un  momento creí en una señal, en algún tipo de milagro, en algo misterioso que no entendía. Pero mi cerebro comenzó a divagar y la luz brillaba sobre aquel cuerpo de una forma atractiva. Lo vi sensual, sucio, desnudo, sangriento. Sufriendo. 
Me excité. Mi pene comenzó a endurecerse y se me hizo agua a la boca. El muerto me pedía auxilio!!! Y la manifestación lumínica era el indicio para dárselo!
Subí trepando en la cruz fabricada de madera sin curtir. Me deslicé hasta su sexo, metiéndole la mano por entre la tela que lo cubría. Comencé a masturbarlo. El gemía, de dolor parecía. Yo debía concentrarme en su pene, en el mio y en sostenerme firme para no caerme.
Pude subir un poco mas y lamerle toda la pelvis, el no se movía, solo lloraba. Su miembro comenzó a endurecerse y se olvido del frío. A mi me paso igual.
Se lo chupé desesperado, como quien encuentra una botella de agua fresca en el medio de un desierto.
Y no pasó mucho para que todo acabase. 
Acabó sangre, sangre negra, sobre mi cara, y yo acabe sobre sus pies. Me deje caer al suelo desde esa altura. Ya nada me importaba.
Jesús acababa; de morir. Y los cuervos venían en bandada, a comerme los ojos.


sábado, 17 de enero de 2009

Penélope, mi abuela.

   
Para Lita

La mujer que olvidamos, que en tres generaciones más ya nadie recordará. Nuestros muertos que no lloramos lo suficiente no sobreviven; no son leyenda.
No sé mucho de lo que fue su vida, solo ha dejado su huella con los frutos que ha sembrado.

Su primer experimento, fue el que menos bien le salió. Es hoy una fruta muy madura; tosca por fuera, un poco desabrida por dentro. A simple vista parece piedra, pero si la tocas se ríe y si se cae, se rompe. A pesar de no ser exactamente lo que la viejita hubiera querido, era lo que más amaba.
Su segundo fruto era parecido al primero en textura, aunque con un color más llamativo y de consistencia más moldeable que el anterior. Tenía el carácter que le faltaba al otro.
Este fue el que más le hizo trabajar a la pobre Penélope, el que más canas verdes le sacó.
Su último fruto fue totalmente diferente a los otros dos. La abuela ya estaba cansada de los desastres y quiso probar otra cosa; así que, en el abono, esta vez derramó mucha sensibilidad.
Salió una fruta brillante, colorida, blanda (quizá demasiado) pero fue la que más tardes permaneció en la cesta de frutas de adorno de la cocina, junto a la abuela.
*
Una noche, Penélope olvidó cerrar la puerta del huerto. Unos gamberros se colaron. Comenzaron a romper todo y a lanzar las cosechas al otro lado, donde para llegar se debía cruzar un abismo. Ese día todos sus proyectos se vieron destrozados. Pudo recuperar sus dos últimos frutos, que habían quedado escondidos bajo las acelgas desgarradas, pero el primero, no estaba.
Solo un pájaro podría traérselo de vuelta.
Todas las tardes se quedaba horas parada en su huerto hecho trizas, mirando a su fruto. 
Los días pasaban y lo yuyos crecían y cada vez podía verlo menos, pero ella no dejaba de tener una esperanza.
Así pasaron años, en los que enfermó de tristeza y de dolor.
*
Entonces, un día cerró sus ojos en el jardín. 
Tranquila por tener protegidas sus obras a salvo en una canasta, pero deseando haber tenido alas para recuperar a la que más amaba.
Dicen que si vas al huerto de noche con una vela encendida puedes ver a mi abuela; su espíritu envuelto en flores que aún espera que su fruto vuelva.